dimecres, d’agost 09, 2006



El pelo largo, rojo y lacio hasta casi tocarle la cintura. Unas facciones simétricas y delgadas que desde pequeña me recordaban a los retratos de Klimt y Modigliani. Una piel blanquísima y llena de pecas, y manos como de princesa de un cuento, finas y largas.

Faldas estampadas que le tocaban el suelo, con dibujos búlgaros en naranjas, caobas y amarillos. Botas de cuero y en la frente una trenza de hilos de seda de colores, ínfima, que ataba atrás de su cabeza con un nudo imperceptible y le envolvía la frente.
Las hacía ella misma, cada día trenzaba una bincha distinta. Ataba los hilos a una superficie vertical y rígida y con una habilidad de artesano, en segundos acababa la trenza. Cuando a la noche se las quitaba, las acomodaba en la cabecera de su cama sagrada.
Algunas veces me animaba a entrar en su cuarto y las veía una al lado de otra, todas las binchas que había usado en la semana... me acercaba de a poco, sin animarme a tocarlas.

La habitación de mi madre era un pequeño palacio con aroma a sándalo y a madreselva, con el suelo de mármol color vino, el techo de madera y la ventana rectangular por donde se asomaban infinitos árboles y plantas. Era difícil detectar las ínfimas trenzas de hilos de seda.
A pesar del enorme espejo y los tesoros escondidos del placard de madera que me llamaban, podía adivinar sin esfuerzo las pequeñas trenzas acomodadas en una esquina de la cabecera de la cama, sin conseguir acercarme lo suficiente, sin llegar a tocarlas.