divendres, de juliol 28, 2006

Flores rosas y pistolas en la cabeza




Pues no, no era feliz. Tampoco infeliz. Era puro desconcierto. Intentaba entender y no lo conseguía. Vivía con mi hermano y mi madre en una casa que era un sueño, rodeaba de jardines y con un bosque. Con amigos que llegaban a quedarse por varias semanas, que venían de muy lejos. Con ventanas con postigos enormes y puertas con vitrales que estaban siempre abiertas.

Soy feliz ahora, porque entiendo y porque sobreviví. Soy feliz ahora, cuando apenas si puedo creerlo. Veo a mi madre en el camión de la policía, sonriendo, diciéndonos que no nos preocupemos, que todo saldría bien. Y a nosotros creyéndole.

Andábamos descalzos por los jardines que rodeaban una casa a la que jamás volveré y cortábamos flores para ponernos en la cabeza. Nos subíamos a los árboles con mi hermano, juntaba violetas para llevar de regalo a mi abuela y mi mamá era la mujer más hermosa y más inteligente del mundo.

Pero ¿feliz en esa época? No, no es esa la palabra....miraba demasiadas veces por la ventana. Me la pasaba esperando que mi papá viniera visitarme, mi mamá no me prestaba demasiada atención porque prefería a mi hermano y yo me quería cambiar el nombre y llamarme Laura. Llamarme Laura y apellidarme Rodríguez o Martínez y tener una casa normal con una frutera con frutas encima de la heladera. Que se quedaran ahí sin que nadie se comiera.

Sí, porque en mi casa la comida no duraba: todo el tiempo había gente dando vueltas, amigos de mi madre, el cura de la iglesia San Pablo, músicos por los rincones componiendo sus temas, viajeros de Francia, de la India y la comida no duraba nada, ni siquiera las manzanas. A los nueve años soñaba con una casa vacía con una frutera con frutas arriba de la heladera. Eso, así, era para mí la quintaesencia de la felicidad.

Soy feliz ahora cuando recuerdo su cara mirando por la ventanilla del camión y ahora, de grande, descubrir que su cara no era de tranquilidad sino de pánico, porque evidentemente nadie, ni ella, podía estar seguro que las cosas saldrían bien.
El policía no sólo nos hizo levantar de la cama sino que también agarró toda nuestra colección de libros Robin Hood y los metió en una caja para llevárselos a la comisaría y analizar su contenido político. Así que allí estábamos mi mamá, sus amigos y mi hermano, camino a la seccional sin ningún sentido. Ahora sé que así empezó la historia de miles de desaparecidos. Detenidos porque sí.

Podría decirles, y es cierto, que mi mamá no solo que no militaba en política sino que por no importarle no compraba ni el diario, pero no puedo, no quiero, porque entonces estaría justificando las detenciones de gente que sí compraba el diario, de gente que sí se metía en política y no tuvo la suerte que tuvimos nosotros, que sobrevivimos a un guerra terrible, donde hubo gente a la que tiraron viva de los helicópteros, hijos que perdieron a sus madres y madres que perdieron a sus hijos.

Me desperté con una pistola apuntándome la sien. Era temprano, muy temprano, y yo tenía diez años. En la cama de al lado, mi hermano tenía otra en la suya, también apuntándolo. La policía entró a mi casa para llevarnos, pero no estaban vestidos de policías sino de militares. No tuve miedo, sólo sabía que tenía que quedarme quieta.

-Levantate, levantate.

Recuerdo al policía en medio de la penumbra de mi habitación a oscuras, con los vitrales verdes y rojos detrás de él, dejando pasar la luz. Apuntándome a la cabeza desde el lado derecho de mi cama.
No le veía la cara, sólo su silueta recortada por la luz del sol que entraba por los ventanales, y el verde de fondo del bosque también reflejándose, y yo inmóvil, miraba. No tenía idea de qué le pasaba a mi mamá en la otra punta de la casa.

-Levántense, levántense.

Nos llevaron a todos a la habitación de mi madre, supongo que porque quedaba en el fondo. Nosotros dos, ella y sus amigos estábamos amontonados en una fila, inmóviles, espectantes, mirando las espectaculares ametralladoras.
En la habitación de mi madre había colgado en la pared un teléfono antiguo, de madera y bronce que le hizo brillar de felicidad la cara al que dirigía todo.

- ¡Vengan, vengan, la central es acá !

Les cuento porque ustedes no estaban: “la central” como decía el policía, era la habitación de mi mamá, con su hermosa ventana rectangular que daba a un jardín y a una calle de tierra, con su placard de roble a donde iba para oler su perfume de madreselva y acariciar sus faldas largas de seda sin atreverme nunca a pedírselas. La habitación mágica de mi madre, con sus tapices dorados y caobas en las paredes.

-¡Comunicaciones internacionales, comunicaciones internacionales!

Cuando vi al policía agarrar el teléfono y decir eso, casi me desternillo de risa, solté una carcajada y miré a mi madre, pero entonces ella, divina y sin pronunciar una palabra, en un sólo gesto me dijo:
-Sí, sí, este hombre es un ridículo, esto es muy divertido, pero hagamos como que es algo serio, como que no nos damos cuenta.

El policía volvió a agarrar el teléfono:

-¡Hola! ¡Hola! ¿¿¿Quién habla ahí ???

Les digo, a mí me costaba mucho no soltar una carcajada. Intenté explicarle al policía que era un teléfono antigüo, que estaba colgado en la pared de adorno y que no funcionaba, pero entonces vi por primera vez miedo en los ojos de mi madre, que me miró para salvarme. Antes que ella pudiera abrir la boca, el policía que dirigía el procedimiento le gritó:

-¡¡¡ Silencio !!! ¡¡¡ Aquí NADIE habla !!!

Entonces descubrí que los policías que habían entrado a nuestra casa no eran tres sino muchos, y tenían unas miradas raras, unas miradas que no daba la impresión que se pudiera hablar con ellos para hacerles entender algo.
No parecían querer entender nada, sólo querían meternos a todos en el camión y llevarnos.