divendres, d’octubre 06, 2006
Adoraciones
Mi abuela adoraba. Mi madre adoraba. Y aunque me fascinaba verlas devotas y reclinadas, no conseguía identificarme con el Gurú de mi madre, ni con las estampitas de santos de mi abuela.
Mi abuela materna adoraba al Papa.
Sí, sí, también a Dios, a Jesús y a los Santos. Pero del que tenía una foto enmarcada en su mesa de noche era del Papa. Y también adoraba a las Santas, todo sea dicho, recuerdo muy bien su secreta predilección por Santa Rita a la que le ponía flores de colores y un mantelito.
Mi abuela al Papa y mi madre a Gurú Mahara-ji. El Papa, ya saben, ese señor que dice que vela por los pobre mientras se incha a comer manjares y la palabra proviene del latín “papa”.
Gurú, pues...la palabra “Gu” significa oscuridad y “Ru” significa luz, por lo tanto un Gurú es alguien que te lleva de la oscuridad a la luz.
Mi madre adoraba a Mahara ji, el Maestro Perfecto de la Misión de la Luz Divina.
“El Señor del universo a llegado hasta mí,
ha venido a mostrar la luz,
a enseñarnos el amor,
el camino para entender a nuestro Padre”
¿Cómo me podía resistir? ¿El Señor del universo me haría comprender a mi padre? ¡Genial! Tenía que hablar con el señor del universo YA. El problema es que no me terminaba de quedar claro si éste era Dios, el Papa, o Gurú Mahara-ji.
Las mujeres de mi familia, a falta de figuras masculinas que realmente contaran, se ve que se decantaban por las divinidades. Y yo, ante la gran oferta presentada, me encontraba bastante desorientada.
Entonces, un día, apareció ella.
Ella.
Pelo negro atado en un costado en forma de trenza. Una falda morada que suponía de terciopelo por lo pesada, suave y bella. Camisa blanca de seda, con volados discretos y puntillas. Pulseras de madera. Botitas de cuero.
Una muñeca de madera de doce centímetros. Sólida y elegante.
Le haría un altar de inmediato, como correspondía. También tendría que ponerle flores. Admirarla y rezarle. Después de tanto agnostisismo lo había conseguido. En un abrir y cerrar de ojos lo había comprendido todo. Tonta había sido por lo que me había perdido. Esto de las divinidades era magnífico.
Ahora debía llamar a mi madre para contarle que me había convertido, estaría orgullosa. Con la aparición de Ella, habían quedado atrás mis días tristes de escéptica perdida.
Adivinaba su tristeza al ver que yo no compartía su amor por Mahara-Ji, y me apenaba decepcionarla.
La figura femenina sería en adelante mi sino, mi verdad. Para ella serían las flores y los rezos, mi devoción eterna y mis escritos. Acababan mis días de niña impía y con ello, por fin, también nuestras rencillas.
Ya tenía la figura y la devoción más profunda. Comenzaban a preocuparme los rezos y los cánticos, que adivinaba fundamentales. Pero no había nada que temer: debería mirarla hasta el hipnotismo y Ella me los dictaría,
Esta vez no sería como siempre, que para encontrar la verdad debía sumergirme dentro de mi corazón y mi alma. No tendría que buscar porque Ella se ocuparía, me dictaría celestes versos que luego transcribiría, me traspasaría su amor y sabiduría. Entre tanto yo, súbdita, debería ocuparme de lo terreno.
Mi exaltación era total, quería enseñarle mi religión a mi madre. Era un real imperativo, fue entonces que la llamé para mostrarle mi altar magnífico.
Yo estaba sentada en la cabecera de la cama, al lado de la mesa de noche en donde había construido mi templo. Todo estaba oscuro, iluminado sólo por la vela, quería que mi madre se emocionara al verla y con la luz de esta manera no había dudas, mi figura brillaba de manera mágica. El brillo de su falda parecía más rojo, y el relieve de su cuerpo, toda ella, era más real y más fantástico.
Al mismo tiempo que esperaba que llegara mi madre no podía dejar de mirarla, estaba hipnotizada. Mi ansiedad fue mayor cuando por fin escuché los pasos de mi madre que se acercaba.
-Mira -le dije- es Ella.
Mi madre no contestó entonces repetí:
-Es ella: voy a adorarla.
Mi madre volvió a callar, actitud que me desconcertó, pero enseguida me dije: está muy emocionada a punto de abrazarme. Claro, qué tonta, no lo había comprendido. La mujer, fascinada ante la conversión de su niña, no reaccionaba. Faltaba sólo un segundo para que se rebelara con su incomprensión, a mí me lo iban a decir ! Si hasta el día anterior yo también estaba ciega y no divinizaba nada.
Acabado el abrazo entre adorantes me miraría a los ojos y me diría: “¿no es maravilloso? ¿entiendes ahora lo que siento?” Claro que la entendería. Ahora que había aparecido Ella entendía todo lo que mi madre sentía.
Pero en la realidad mi madre estaba petrificada y nada de abrazo ni nada de nada. Sentada a mi lado al borde de la cama, me miró a los ojos con horror y me dijo:
-No, no se puede. Está prohibido.
¿Prohibido? ¡¿Prohibido?! ¿Que significaba esa palabra en boca de mi madre? No podía ser, era imposible. Diez minutos antes de meterme en la cama, la había visto arrodillada enfrente de una foto de un niño vestido con un pijama blanco y flores en la cabeza. Tirada en el suelo del salón, con los ojos cerrados y los brazos levantados en dirección al cielo cantando:
“Gloria a ti nuestro Señor
a tus pies de loto damos nuestro corazón
para que florezca
en infinito amor.”
¿Y me decía que estaba prohibido? ¿Cómo se atrevía?
Al otro día, llamé a mi abuela por teléfono desesperada. Prepararía mi maleta y traería conmigo a mi adorada.