dilluns, d’octubre 30, 2006

La deuda

Se quedó perplejo. ¿qué estaba diciendo ese hombre? ¿Había algo que él no supiera?
¿A qué se refería exactamente con “qué bien que la hizo”? No podía ser por lo del cementerio, no, nadie podía estar tan loco.
Algo tenía que haber salido muy mal para que el Gordo se hubiera puesto como se puso cuando escuchó a Mario contar lo de la tumba.

Él había ido, como siempre, a sacar fotos al cementerio. Su último trabajo no había quedado bien así que decidió esperar al día de los muertos para asegurarse que las tumbas estuvieran, al menos, repletas de flores. Cada vez que Mario se quedaba sin trabajo, se dirigía mecánicamente al cementerio más cercano y en menos de dos horas tenía un reportaje terminado. Ni moverse tenía, se lo sacaban de las manos. Esperó que no lloviera, sí, con un poco de suerte saldría el sol y podía encontrar algún buen plano. Y algún personaje encontraría también: seguro. Algún imbécil arrepentido, algún cínico pariente intentando lavar su conciencia

Caminaba por entre las tumbas en pleno mediodía de otoño. El suelo era una alfombra de hojas secas, y en esa sección en particular más un colchón que una alfombra, porque era tal la cantidad de hojas en el suelo que daba la impresión de estar dentro de una caminata lunar, esa carpa inflable en donde juegan los niños y que para entrar hay que quitarse los zapatos. Mario sintió que sus borceguíes podían pinchar el plástico y hundirse. En cualquier momento la enorme estructura de plástico se le podía caer encima y quedar atrapado, asfixiado, envuelto en el nylon para siempre.
Inmerso y abstraído leyó:
Roberto Martí
Cineasta
Ecuador 1947 – París 1996
Le sorprendió ver escrita la palabra Ecuador, le chocó un poco leerla en una tumba. Era el día de los muertos y el cementerio rebosaba de flores y parientes que visitaban las tumbas adornadas, casi travestidas. Pero ésta daba pena. En medio de las célebres o anónimas pero cinematográficas lápidas del cementerio de Montparnasse, entristecía ver ésta tan abandonada.

La piedra estaba llena de hojas secas mojadas, flores podridas, bolsas de nylon y pedazos de plástico. Contrastaba su dejadez con las otras tumbas impecables, casi puestas para la foto. Metió su cámara en la mochila, la dejó en un costado y comenzó a limpiar. Primero descubrió la piedra enorme. Le quitó de encima las docenas de hojas mojadas que pegadas una contra a otras comenzaban a pudrirse. Las tiró en un costado. Venga, ya está bien, sólo la limpiaría así, un poco.

Miró al suelo y vió todo lo que acababa de sacar de la lápida. Pensó entonces en buscar una bolsa para tirar todo en la basura. Agarró su mochila y empezó a caminar. Pero no pudo. Como un imán esa tumba lo llamaba, no había podido ni comenzar a irse. Entonces se quitó el tapado, los guantes y se sacó la mochila.

-De acuerdo -se dijo- Haremos un buen trabajo.

¿Flores...? Ni pensar, eran carísimas y además, qué ostias! le parecía una mariconada. ¿Qué entonces..? Con el dinero que compraba una planta podía comer tres días, imposible.

-Pero esos pinos...-pensó- casi todas.....

Unos pinos enanos que vendían las floristas de la entrada del cementerio que daba al boulevard Edgar Quinet, los había visto al entrar, y supuso que no serían muy caros....aunque....algunas lápidas estaban adornadas con varios. Pero no, no. Por menos caros que fueran imposible, no podía gastar ni un peso del dinero que tenía......y en algunas había demasiados.
Sí, en algunas tumbas había demasiados. Además a juzgar por la edad, profesión y fecha de nacimiento del interesado estaba seguro que no se opondría a que Mario repartiera los pinos en cuestión.

Así que uno de la tumba de enfrente, dos de la del costado. Listo. Se alejó entonces unos metros para verla: había quedado perfecta. Ya no destacaba por ser la tumba más abandonada y más triste. Ahora lo único que la distinguía de las otras era llevar escrito en la lápida la palabra "Ecuador", por lo demás, todo igual. Un cuerpo humano pudriéndose como Dios manda dentro de la tierra. Pensó Mario que los muertos eran como niños, su aspecto jamás depende de ellos.

Se puso los guantes de cuero y el abrigo, se calzó la mochila y antes de irse volvió a mirarla.

-Feliz día de los muertos, compañero- dijo en voz alta- Sin susurrar y sin miedo a que alguien pudiera escucharlo.