dimecres, d’octubre 18, 2006
Buenos Aires, 5 a.m.
Debajo de la manta, cubiertos sólo por la luz naranja que forman los reflejos del sol en la ventana. En apariencia, no hay ninguna señal de algo que desaparecerá pronto, con ineludibilidad, fatalmente. Es una unión entre omóplatos, entre estómagos, entre dos. Un juntarse de soldados en medio de la guerra, escuchando sin cesar el ruido de las explosiones fuera. Los gritos de dolor, los hijos huérfanos y las madres muertas. Las ausencias en los entierros, ya no importa si justificadas. Ausencias en los entierros pero también en el desayuno, en los momentos más felices y en las tardes de invierno. Ausencias de hombres en guerra. Una guerra permanente que parece que no acabar nunca.
Juntos pero solos, incómodos. Enamorados lo suficiente, perdidos, enternecidos sin remedio. Queriéndose sacar al otro de encima: necesitarlo desesperadamente.
Saber que se puede vivir sin el otro, como siempre. Enfurecerse, amargarse, no haberse querido meter en ello. Sentirse tan cerca del otro como de nadie: como de nadie en el mundo. No querer hacerse ninguna pregunta, no querer engañarse con ninguna respuesta. Que aparezca de pronto la palabra amor. Tener miedo. Miedo de hombres en guerra. Una guerra infinita a la que uno se acostumbra.
No querer decir nada porque no importa, porque cualquier cosa que se diga está de más. Querer hablar aún sabiendo que no tiene sentido. Llorar, sentirse estúpido.