divendres, de novembre 03, 2006

Nadie nos dijo que no era tarde.

Se nos cayeron las lágrimas y los dientes. La piel nos quedó rota y el pelo blanco, enloquecimos de ira, desfallecimos: nos sobrevino el desencanto. Fuimos niños en guerra y adolescentes abandonados.

Antes de caer por el precipicio alcanzamos a recuperarnos. Intentamos mantenernos en pie y no lo conseguimos: se nos rieron en la cara mientras aplicados estudiábamos idiomas extraños.
Gastamos dinero, lo tiramos, lo prestamos. Lo debimos. Lo dejamos en depósito. Nos desapareció en el banco.
Pasaron helicópteros por encima de nuestra cabeza y tuvimos pánico: no entendimos porqué estábamos siendo acosados. Atravesamos la frontera con el corazón en blanco. Sobrevivimos pesquisas, recuentos, listados. No sabíamos lo que estaban buscando, y escuchamos por la tele “avalancha de indocumentados”.

Aparecimos en urgencias borrachos y maniatados y perdimos las batallas: una, dos, tres, cien, casi quinientas. Dormimos en la calle en invierno, y en casi todas las estaciones del año. Nos agarró la policía, y hubo médicos que nos vendaron las manos.

Nos repusimos de casi todas las heridas, salimos a desayunar enamorados. La ciudad era nueva y para nosotros, el cielo era azul y había sol y por fin era todo era tan claro. Teníamos tanto que hacer de repente, qué bonito.

Caminamos rumbo al trabajo y vimos un hombre caer al asfalto. Ni siquiera se había ido el olor del café que habíamos desayunado cuando tuvimos al hombre al lado nuestro, estrellado. Y ese día trabajamos igual, sin que nos pagaran la seguridad social. Y más, se reían de nuestro catalán. Ja ja ja ja. Quedábamos ridículos, escuchamos decir, no lo conseguiríamos jamás.

Mientras, volvíamos a acostarnos hasta mañana en nuestro colchón en el suelo y leíamos a Marti i Pol y tomábamos té y no comíamos pan. Escuchábamos a Sisa y a Lluís Llach y copiábamos los versos en papelitos y hacíamos collages: hasta mañana que hay que volver a trabajar. Las horas que hagan falta, sin seguridad social. Y nos abrazábamos desaforados dibujando y marcábamos en lápiz las palabras que no entendíamos: nos compramos un diccionario español-catalán.
Mira, lee, me encanta, te compro el libro cuando cobre, no tengo un peso pero no importa, para comprártelo voy a dejar de pagar el gas. Y nos rechazaban la residencia, nos decían que no, que ni trabajo ni nada, que ni hablar. Y nosotros cada vez más enamorados de la ciudad, cantando por las calles a las tres de la madrugada debatíamos sobre el “testimo” el “teamo” y el “et trobo a faltar”.

Y nos sentimos cerdos al estar tan tristes, porque veíamos por la tele que llegaban pateras, y nosotros esa noche teníamos un concierto en Razzmatazz. Y había casi como una prohibición de sufrir: teníamos zapatos y leíamos el periódico, estaba claro: no era igual.

Nos llamaron por teléfono para ir a un entierro. Y fuimos. No pudimos contener nuestro llanto, lloramos. Por el muerto, y por lo que era todo en sí. Rezamos, tan tristes estábamos. Elevamos una plegaria al cielo: aún ateos. Porque era muy triste todo y sin embargo, al regresar en el coche, nos preguntaron porqué llorábamos, si el muerto no era un gran amigo ni un familiar. A semejante pregunta ¿qué podíamos contestar?.
No podíamos sentir la muerte de quien no nos pertenecía, no se podía llorar a quien no correspondía, supimos entonces: no había permiso para tanto, no se nos había llamado para llorar de verdad y molestar.
Eramos una especie de bulto que sumaba al cortejo, nada más.

Comenzaron entonces a temblarnos las manos y tal vez sea verdad que no somos los mismos y más. Más, más mucho más.
A saber lo que nos tiene preparado el destino después de tantas, tantas pérdidas, y amigos perdidos y enemigos conocidos, y errores cometidos, y arrepentimientos sin sentido... A veces pareciera como si todo hubiera sido demasiado y nos aterra escuchar cómo algunos tienen cuerpo para seguir en guerra, y de este lado, juntos y solos, tan rotos, cristales, absolutamente vulnerables, sin sangre para ninguna más lucha, ni puesta a punto, tan heridos, espartanos, medio náufragos, como si cada dolor sufrido por el otro fuera un pedazo nuestro, una extensión, un tajo abierto en el hombro, una misma carne.

Y nos preguntamos cuándo vamos a empezar a ser grandes, mientras vemos pasar los años en el pasaporte, queriendo y no encontrando una respuesta, preguntándonos cuando empieza la parte de la película en la que el muchacho se salva.

Porque nos miramos al espejo y hay como un hombre o algo ahí del que se espera ¿quéseespera? Si ni podemos con nosotros y ya hay otros alrededor creciendo que esperan-necesitan creen-suponen tenemos una llave, la respuesta de un final con torta y con boda y entonces abrimos las palmas de las manos como una granada estallada y las apoyamos en los costados de la cabeza, y nos tapamos más que las sienes y los ojos, toda la cara. Y nos prohibimos pensar más y salimos a la calle y no nos hacemos más preguntas ni nos permitimos más llanto.